Al extraño de pelo largo
La última vez que te vi, hace varios años, llevabas ese extraordinario cabello lacio recogido en una cola. Caminabas mirando el piso y rodeado de tus amigos eran pocas las veces que se te escuchaba hablar. Sin embargo, cada uno de tus poquitísimos comentarios era la luz más brillante de cualquier discusión.
Te recuerdo como una fiera al acecho, callado, escuchando, listo para aniquilar cualquier opinión poco sensata con uno de tus valientes “a mi más bien me parece…”.
De ti, no conocí nada. Excepto que usabas poco tu cuaderno, que estudiarías filosofía, que vivías o trabajabas cerca de la avenida Salaverry, tu nombre completo y que te llegaban altamente los gringos belicistas.
Pude imaginar bastante más.
En ese patio de letras pude creer que además eras músico, que tu color favorito no era el negro y que te gustaba sentarte bajo los árboles a pensar.
Nuestro único intercambio de palabras fue durante un examen de Filosofía Contemporánea. Me pediste corrector (jamás lo llamarías “liqüit”) y te dije que no tenía.
Já, lo recuerdo risueñamente, en ese momento me odié de una manera salvaje por no usar corrector, y menos llevarlo en mi mochila.
Jamás me atreví a acercarme, ni siquiera para preguntarte alguna pelotudez como si tenías tales o cuales copias o qué venía en el examen. El miedo a que me consideres tonta hizo que nunca supieras de mi existencia.
O quizás sí sabías de mi existencia y ese pedido de corrector era una de las estúpidas líneas con las que yo podría haberte abordado. En fin, para esto la fantasía no tiene límites.
Como es lógico, ambos terminamos los estudios generales y cada uno a su facultad. Alguna vez me crucé contigo en el tontódromo y en la biblioteca, quizás alguna otra vez en la cafeta de letras y la vida siguió y me olvidé de que alguna vez me pasé horas de entreclases suspirando al verte pasar y aguantando la respiración por si acaso se te ocurriera voltear a verme.
El extraño de pelo largo, que se llamaba como mi hermano y mi papá.
Hace unos días salí con un buen amigo a tomar unas cervezas y mientras las palabras se nos iban en las trivialidades de siempre, zsa zsa zsú.
Entraste, con el cabello cortito, vestido de señor y con un aro de oro en el dedo anular de la mano derecha.
Detrás de ti, tu esposa y algunos supongo amigos de ambos.
Una vez más, mi falta de huevos me hizo arrepentir omisiones. Y esa noche, antes de dormir pensé pelotudamente que si alguna vez en esos dos años de letras, me hubiera acercado a hablarte, quizás no tendrías puesto ese anillo.
2 Comments:
ehmm...
demasiado tarde?
demonios...
debio ser frustrante
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