El Gato Vivomuerto

Sunday, September 27, 2009

A mí ya no me sangran las rodillas.


Porque me he caído. Tanto y tan fuerte. Una y otra vez, sobre loza, sobre madera y sobre asfalto. Y se han arrastrado, tanto y tan lejos.

Por patinar detrás de los autos. Por perseguir mototaxis, por tratar de saltar charcos en bicicleta. Por jugar en el mar, por saltar muy lejos, por tratar de volar.

Eso es lo que termina ocurriendo cuando aparecen cicatrices sobre las cicatrices.

Pero ¿qué significa que no sangren mis rodillas? No sé si es bueno o malo. Es útil para no ensuciar con sangre la ropa aunque igual termine rompiéndose.

Sin embargo, el dolor no ha desaparecido. Y ahora que ya no hay sangre para justificar el llanto, está prohibido llorar.

No vayan a decirle a una debilucha.

Vamos afuera, la lluvia,
mojara
la cara, el traje.
Vamos afuera,
saltaremos
los charcos,
y al mirar el cielo
se nos llenaran los ojos
de agua y de contento

Sunday, September 20, 2009

Canción desafinada para tu muerte.

Tú me enseñaste a ser cauta, a pensar antes de hablar y a hablar sin pensar sólo en ocasiones especiales. Desde siempre quise parecerme más a ti y menos a ellos.
Y todavía te recuerdo, la temperatura exacta de tus abrazos, el olor de tu colonia, la textura de tus manos.

Ignoro qué es lo que hace falta para dejar de sentir pena.

No puedo borrar tu imagen en esa sala de cuidados intensivos, dormida, sedada, helada. Cuando pasé horas hablándote de cojudeces sin importancia, cuando te decía cuánto te quería casi a gritos. Desesperada porque lo escuches.

Y sin mentirte ni un poquito, hasta ahora me duermo mirando el techo y puteando porque sea verdad que a veces los muertos aparecen. Porque tenemos conversaciones pendientes.

No hemos hablado de que Velásquez Quesquén sea primer ministro, no te he contado que otra vez tuve enamorado y otra vez resultó ser un pobre diablo. No hemos hablado de lo bien que le está yendo a mi hermano en la vida. No has visto los últimos discos que me he comprado, no te he enseñado aún a escribir correos electrónicos.

Yo sabía que si te internabas en un hospital, ya no ibas a salir. Me acuerdo que me lo advertiste cuando te sugerí que vayas al médico.
Pero no hice nada. Al contrario, me alivió que te hayan llevado, porque creí que te curarían.

Solo fue hasta que mi papá me dijo un día a las siete de la noche que tenías neumonía que me di cuenta de que nos habíamos equivocado.

A partir de ahí, todo fue demasiado rápido. Pasaje de avión, permiso en el trabajo, frío. Ni siquiera empaqué ropa negra, creí que sería de mala suerte.

Y te vi tendida en cuidados intensivos, viva. Al día siguiente volví a verte, pero ya no estabas viva.

Muerta te quité las sábanas con las que te envolvieron. Tu cuerpo hinchado hacía una mierda ponerte el conjunto gris que la tía Charo escogió.

Imposible llorar.

El tío Miguel había lustrado tus zapatos esa misma noche. Y yo no podía encontrar la manera de peinarte como siempre te peinabas tú. Ni maquillarte como siempre te maquillabas tú.

Y aunque todos digan que eras una cascarrabias, yo podía entender que quisieras que todo se haga como lo harías tú, y por eso tengo que pedirte mil perdones porque no pude peinarte exactamente como tú lo hubieras hecho.

¿Me extrañas? ¿Aunque sea un poco?

Extráñame, porque así tendrás ganas de visitarme. Y yo prometo mirar tu foto todos los días para nunca confundirte con nadie más.

Aunque sea acomódame el pelo mientras duermo, o arrópame para que no me de frío. O ponme limón en la cabeza para que no se me calce la frente, o mentholatum en los labios para que no se partan.

Yo misma prepararé el mate de muña para que “no me patee la altura”, Betty.
Mira todo lo que te extraño, ¿por qué no regresas, mejor? Y la pasamos de puta madre como siempre.